Mont Saint Michel, leyenda entre mareas
La bahía se extiende calmada ante mis ojos. Sentado frente a la ventana de mi habitación, con el único sonido de las gaviotas y el lejano murmullo del deslizar de las aguas, mi vista busca el horizonte indefinible extasiada por la maravilla que la Naturaleza brinda a quien descansa en el islote. Dos veces al día Mont Saint Michel nos muestra su magia, quieta, en perfecta sintonía con las aguas de un mar que avanza rápido dispuesto a engullir en su vientre líquido el cálido barro por el que momentos antes decenas de turistas paseaban.
Cae la noche, y bajo el coloreado cuadro que el atardecer pinta en la bahía vemos como ésta desaparece despacio bajo las aguas que, al fin, dejan sólo una pequeña lengua de tierra que, a modo de carretera, conecta Saint Michel con el exterior.
En las murallas que rodean la ciudad se agolpan los turistas, los flashes se disparan, su público se mueve inquieto, y, sin embargo, yo, desde mi atalaya, solo oigo al mar, uniéndose a la tierra. Es la suerte de quienes pueden alojarse en el interior del Monte, pues las habitaciones se sitúan en alto, lejos del gentío y con unas magníficas vistas hacia la bahía.
Solo en un lugar así podía darse semejante fenómeno; solo en un sitio donde un día, varios siglos atrás, las fuerzas del Bien se enfrentaran a las del Mal según cuenta la leyenda. Porque fue aquí, o más concretamente, en la pequeña cima del Monte Tombe que está a pocos metos de la colina de Mont Saint Michel, donde un día el cielo se abrió para dejar paso al Arcángel San Miguel, quien blandiendo su espada de fuego bajaba dispuesto a derrotar a Satán y sus secuaces. Y porque fue aquí donde el mismo Arcángel ordenara al Obispo Auberge, en sueños, construir un templo en conmemoración a su victoria. Corría entonces el año 708 y aquel sueño, fuera verdad o no, dio lugar a la construcción de la que es probablemente la más bella Abadía que conozca la Tierra.
Cuesta relatar lo que se siente aquí; cuesta decir los mil pensamentos que pasan por la cabeza. Sólo sé que dos días parecen mínimos. Que un par de noches no es tiempo suficiente para congraciarse con uno mismo ni con este lugar que tan cálidamente te acoge. Como en Carcassonne, quizás sobren tantos turistas, pero no se puede por menos que desear volver en temporada baja para disfrutar de la imperfecta armonía de su construcción o para descubrir los infinitos recovecos que la isla ofrece. Para simplemente venir sin más ambición que la de relajarse mirando el mar horas y horas o pasear por la bahía y acompasar los pasos al ritmo en que el mar avanza hacia uno.
No, no puedo hablaros de monumentos ni de megalíticas construcciones porque Saint Michel apenas tiene más de una calle, la principal, cubierta de tiendas y restaurantes.
Es el alma de Saint Michel lo que hay que intentar captar. Buscar su corazón y dejarse llevar por el amparo de la impresionante Abadía románica mitigando la sana envidia por los monjes benedictinos que desde la Mervell, el claustro, día tras día, pueden disfrutar de semejante obra.
Os dejo. Quiero cerrar los ojos, y sentir. Necesito hacerlo. Oir solo las gaviotas sabiendo que siempre habrá sitios como éste, donde perderse.
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