Carcasona, histórica ciudad medieval
No hace muchos años, cuando me preguntaron por Carcassonne, no pude sino referirme a su triste pasado cátaro, a los trágicos años en que la ciudad se vio asediada y después asolada por los templarios en una época de cruenta represión eclesial. Sin embargo, su gallarda figura, de las que nunca se olvidan, me obligaba a descubrirla oculta entre las sombras de la noche. Y así lo recomendé. Y así siempre lo soñé. Derrotada pero altiva; triste pero orgullosa. Con sus almenas bien altas recortándose contra el oscuro cielo ensangrentado sobre las vastas llanuras del Languedoc. Con un brillo pleno y la nueva ciudad rendida a sus pies, sabedora ésta de que la Carcasona medieval, la auténtica, es la que le da prestigio, la que gobierna el corazón de los miles de turistas que la visitan.
Aquel instante de años atrás me lo recordaron esta misma noche, cuando ansioso y con el corazón galopando abrí las puertas de la terraza de mi habitación para averiguar qué vistas tenía.
De noche, casi las 10,30 h. Como en ese sueño. Como en aquel anhelo. Y la vista, la de mi terraza, no igualó la imagen que durante años había pintado en mi imaginación. No. La superó, con creces. Nada, nada es comparable ni imaginable a la visión de la ciudadela medieval de Carcassonne iluminada sobre la nueva ciudad. Nada que se pueda imaginar puede asimilarse a la visión de aquella perfecta ciudad amurallada. Siglos de historia que parecían permanecer quedos, esperando mi llegada. Esperando la llegada de cualquier turista dispuesto a disfrutar de su belleza.
Casi con lágrimas en los ojos me volví al interior de la habitación dispuesto a hacer partícipe de aquellas vistas al pequeño (bueno, 11 añitos tiene). Y si excitante fue ver las murallas en en la lejanía, aún más gratificante fue verle su cara inocente, la boca y los ojos muy abiertos, admirado porque seguro en su mente rapidamente se dibujaron aquellos duros años de batallas.
Pero permitidme volver sobre mis pasos.
La llegada a la estación de Carcassonne fue casi a las 21,30 h. No es una estación grande, ni mucho menos. De hecho me resultó bastante triste y solitaria, con apenas un servicio de cafetería que por ser la hora que era, estaba ya cerrado. Apenas nadie en la estación que nos recibiera; ni taquillas abiertas, ni gente que esperara en las vías a algún otro tren.
Francia, o al menos, las ciudades que recorrimos, es un país que parece detenerse a partir de las 9 y media ó 10 de la noche.
Por suerte, el hotel que escogimos estaba cerca, a apenas 300 metros de la puerta principal de la estación: el hotel Terminus, el cual se alcanzaba a ver desde la misma entrada.
Ya de por sí, el hotel nos recibió ambientándonos en lo que estábamos a punto de descubrir en la ciudad. Un hotel construido en el año 1918, hace ya casi 100 años y que aún guarda el aire de aquellos años: recepción marcada por los dorados, un amplio balcón colgado sobre el hall central y la escalera, ancha, en mármol y abriéndose hacia derecha e izquierda como si de caracol se tratase (recordándome a las imagenes del salón central del Titanic). Los pasillos resultaban, a esas horas de la noche, casi fantasmales, por sus moquetas y sus muebles de los años 20. La habitación por su parte también estaba decorada con muebles de época, con grandes techos, y un estrecho balcón que eso sí, en semicírculo, hacía la esquina del señorial edificio.
Fue una extraña sensación de respeto, casi miedo, el que me dio en primera instancia, pero que rápidamente se disipó con las impresionantes vistas que tan maravillado me dejaron y que podéis ver en la foto superior, tomada desde la habitación.
No queda mucho por contar dada las intempestivas horas, salvo que, en Carcassone, jamás dejéis la cena para mucho más allá de las 22 h. porque probablemente no encontraréis donde comer.
Me espera mi primer día en Carcassonne. Pero eso será cuando repunte el día. Por la mañana.
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